Cuento de Hans Christian Andersen
© Versión escrita por Paola Artmann
Audio de texto a voz para una lectura asistida
En una ciudad muy remota vivía un emperador cuyo único interés en la vida era vestirse con ropa de moda. Era tan grande su vanidad que se cambiaba de traje varias veces al día para que todos pudieran admirarlo.
Un día cualquiera, dos estafadores se acercaron al emperador manifestando que eran excelentes sastres y que podían coserle un traje magnífico. Sería tan ligero y fino que parecería invisible, pero solo para aquellos que eran ignorantes.
El emperador estaba muy emocionado de contar con un traje que le permitiera saber cuáles de sus funcionarios eran aptos de los cargos que ocupaban y ordenó a los supuestos sastres comenzar su trabajo de inmediato, pagándoles una enorme suma de dinero.
Después de un tiempo, el rey le pidió a un anciano ministro que fuera a ver cuánto habían progresado los dos sastres con su traje. El ministro vio a los dos hombres agitando tijeras en el aire, pero no podía ver la tela. Sin embargo, se quedó en silencio por temor a ser llamado ignorante.
—Se encuentra usted muy callado señor ministro, ¿acaso no puede ver la maravillosa tela? —dijo uno de los estafadores.
—Claro que sí la veo. Esta tela está muy bella y así se lo comunicaré a nuestro emperador —respondió el anciano ministro sin querer parecer ignorante.
Los estafadores pidieron entonces más dinero, el cual fue a parar a sus bolsillos. No gastaron ni en un trozo de hilo y continuaron trabajando en las máquinas vacías.
Poco después el emperador envió a otro funcionario de su confianza a observar el estado de su traje e informarse de la fecha de entrega.
El funcionario miró y miró la supuesta tela, pero como nada había, nada pudo ver.
—¿Verdad que es hermosa? —preguntaron los dos tramposos, señalando hacia el aire.
“Estaré perdiendo la razón o la vista”, pensó el funcionario. Al igual que el anciano ministro se quedó callado y alabó la tela que no existía.
—¡La tela que he visto es maravillosa! —le dijo al emperador.
Finalmente, el traje estaba listo. Al igual que el anciano ministro y el funcionario, el emperador no podía ver nada, pero tampoco quería parecer ignorante. De modo que admiró el supuesto traje y agradeció a los sastres, quienes maliciosamente le dijeron:
—Señor emperador, su traje nuevo es tan digno de admiración que debe lucirlo frente a todos.
Feliz con los halagos, el emperador desfiló con su traje nuevo por la calle principal. La gente podía ver al emperador desnudo, pero nadie lo admitía por temor a ser considerado ignorante. Así que el emperador siguió caminando.
Todos elogiaron la tela invisible, sus colores y maravillosos patrones. El emperador estaba muy complacido, hasta que por fin, un niño gritó:
—¡El emperador está desnudo!
Fue entonces que todos comenzaron a reír y a murmurar, muy pronto gritaron:
—¡El emperador está desnudo, el emperador no lleva nada!
El emperador repentinamente se dio cuenta de que tenían razón, pero pensó para sí mismo: “Ahora debo seguir fingiendo hasta el final o pareceré aún más ignorante”. Fue así que el emperador siguió caminando airoso, mientras la multitud reía a carcajadas.
Fuente: arbolabc.com / youtube.com
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